Quizá más tarde esté con ataque de llanto por el certamen de investigación cuantitativa (que ha sido el "incordio" del año), mas no importa; sea ahora o sea después, de todas formas igual terminaré hecha un nudo de angustias por la jodida universidad y la etérea posibilidad de adelantar tesis, que ni tema escogido tengo.
Me acuerdo de cuando ingresé a la universidad el año 2007, con toda la impericia y la falta de expectativas sobre mi despeño, poniéndome en el peor de los casos: echarme la carrera al año siguiente. Aquello era consecuencia de mi relación con el profesor de matemáticas del colegio (Osvaldo Prieto: si ves esto, ¡púdrete!), quien en más de una ocasión se refirió a mí como "el punto negro" del curso, una "potencial drogadicta" (?) y una "retardada", lo cual desencadenó la baja autoestima que me persigue hasta el día de hoy. Sin embargo, el estigma de la mediocridad dejó de ser mi principal atributo cuando recibí la nota del primer control de lectura en Literatura Universal: un glorioso 92. Durante los dos primeros años de universidad, mis notas fluctuaban entre el 70 y el 100 -media HUEÁ po-.
En tercero comenzó el derroche de asignaturas, debido a mi inmadurez. Si bien es cierto que ese año fue crítico en varios aspectos de mi vida (era la encarnación posmoderna del joven Werther), el peso de lo académico se hizo insostenible, así que boté algunos ramos de educación... sin pensar que ello me atrasaría un año. En cuarto tomé Currículo y Evaluación I y me lo eché (oficialmente es el único que he reprobado), por consiguiente, debería permanecer un año más en la universidad; el hecho de haber fracasado me deprimió hasta el punto de tomar tres asignaturas y pasar dos: un ramo en examen y otro que era electivo. PA LA CAGÁ.