5 de octubre de 2010
Los comulgantes - Ingmar Bergman (1963)
No es la primera vez que el director sueco aborda el tópico del silencio de Dios en su filmografía, pues ya lo había hecho antes de manera taxativa en el séptimo sello, película que anuncia (en el sentido mesiánico) la crisis metafísica y existencial por la cual debe necesariamente pasar todo ser pensante, consciente o inconscientemente. En efecto, el séptimo sello es la peana de una nueva cosmovisión, un tanto alejada del propósito ulterior de la filosofía de Kierkegaard y más próxima a una dialéctica schopenhaueriana y heideggeriana en torno al pesimismo ontológico (con sus respectivas directrices, naturalmente). No obstante, la idea del salto cualitativo que se produce dentro de los tres estadios de la existencia se mantiene hasta el final de sus días.
Los comulgantes trata acerca del estado de desesperación en que se encuentra su protagonista, un pastor luterano que se enfrenta a la pérdida de su fe, al absurdo de la vida y a la impotencia de no poder ofrecer consuelo a través del mensaje de Dios, dado que para él, al igual que su propia alma, sus palabras están vacías. Siente cómo la presencia de Dios se hace cada vez menos plausible hasta el punto de acabar con la vida de uno de sus feligreses, quien muere de desolación. En este filme no hay un recorrido experiencial ni un eterno devenir: es un detenerse ante el abismo que se perpetúa.
Al finalizar la última escena, se me vino a la mente la novela "San Manuel, bueno mártir" de Miguel de Unamuno, aunque sólo con respecto del quiebre de la imagen teocéntrica de sus protagonistas (o la inexistencia de ésta) y la importancia de los adyuvantes, ya que los desenlaces distan entre sí; sin embargo, deja entrever que la inquietud humana sobre la omnipresencia de un ser supremo es transversal a todas las épocas y formas de manifestación.
FRAGMENTOS DE LA PELI:
"Si de verdad Dios no existe, ¿qué mas da?
La vida cobra sentido. ¡Qué alivio!
La muerte se vuelve una extinción,
una desintegración.
La crueldad de los hombres,
su soledad, su miedo
...todo resulta obvio,
transparente.
El sufrimiento no precisa explicación.
No hay creador...
..ni Dios Padre
...ni finalidad.
Dios...
¿por qué me has abandonado?
Ahora soy libre.
Libre por fin.
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Una noche estábamos en la iglesia arreglando las flores del altar para una primera comunión.
¿Recuerdas que estaba fatal? Las dos manos vendadas, no dormía por el picor. Tenía la piel escamada, y heridas en las palmas.
Allí estábamos colocando las margaritas o lo que fueran. Yo estaba muy nerviosa. De pronto me enfade contigo y te pregunte si creías en el poder de la oración, contestaste que sí, naturalmente.
Te pregunté si habías rezado por mis manos, dijiste que no se te había ocurrido...
me puse muy melodramática y propuse que lo hicieras... y, cosa rara, accediste. Tu docilidad me irrito mas, me arranque las vendas.
Si recuerdas...
...las heridas te dieron asco.
No podías rezar, aquella situación te daba náuseas.
Te entiendo ahora, pero tú nunca me entendiste a mí.
Llevábamos bastante tiempo juntos, casi 2 años. Nuestras pruebas de cariño, nuestros torpes
intentos de superar la falta de amor...
Cuando el eczema me empezó a salir en el nacimiento del pelo sentí de pronto
que te retraías, me encontrabas repugnante...
...aunque eras bueno y no querías herirme.
Entonces el eczema invadió mis manos y mis pies. Interrumpiste nuestra relación.
Fue un golpe tremendo.
Era la prueba irrefutable de que no nos amábamos. Era imposible ignorarlo, engañarse, cerrar los ojos.
Thomas...
nunca he creído en tu fe, sobre todo porque nunca he estado atormentada por la religión. Me crié en una familia no creyente, rodeada de solidaridad, calor, ternura y alegría; Dios y Cristo existían tan solo como vagos conceptos. Al entrar en contacto con tu fe, me pareció sombría y neurótica, primitiva y cruelmente cargada de emociones, había sobre todo algo que no podía entender: tu extraña indiferencia hacia Jesucristo.