La aparición del sustantivo "suicidio", al igual que el concepto mente, es una invención occidental del siglo XVII. Ambos términos reflejan un importante cambio cultural: de percibir la muerte voluntaria como una acción de la cual la persona es responsable a percibirla como un suceso del que ya no es. Pero también hemos pasado de contemplar a las personas como poseedoras de alma y libre albedrío a verlas como poseedoras de mentes que pueden desequilibrarse, impidiendo decisiones verdaderamente libres.
Mientras el autoasesinato fue considerado una acción, el lenguaje sólo dispuso de verbos para referirse a él. Ausente la palabra "suicidio", la gente consideraba al suicida un sujeto moral, responsable de su decisión. Por el contrario, ahora pensamos que el suicidio es un suceso o un resultado, lo atribuimos a una enfermedad mental y vemos al sujeto como una víctima ("paciente").
La transformación del alma en mente y del autoasesinato en suicidio señala el comienzo de una gran migración ideológica: muchas de las cuestiones propias de la religión pasarán a formar parte del campo de la medicina. Los pecados se convierten en enfermedades, y los comportamientos "reprobables" sustentados en motivos o razones pasan a ser conductas de "enfermos mentales", cuya causa (etiología) se puede determinar. Si bien atribuir el suicidio a una enfermedad mental excusa y, aparentemente, desestigmatiza el hecho como la consecuencia no deseada de la enfermedad, al mismo tiempo lo incrimina y estigmatiza de nuevo como una temida manifestación de la locura (hereditaria).
Extraído de "Libertad fatal: ética y política del suicidio", Thomas Szasz
* En mis tiempos de "suicida frustrada", esta imagen era casi paradigmática