Íbamos a menudo a casa de la Duthé: allí hablábamos de moral y otras veces hacíamos cosas peores.
-El Príncipe de Ligne |
Antonia vertió agua helada en un vaso y puso en él su ramo de violetas de Parma:
-¡Adiós a las botellas de vino de España! -dijo.
E, inclinándose hacia un candelabro, encendió, sonriendo, un papelito liado con una pizca de phëresli1; este movimiento hizo brillar sus cabellos, negros como el carbón.
Toda la noche habíamos estado bebiendo jerez. Por la ventana, abierta sobre los jardines de la villa, oíamos el rumor de las hojas.
Nuestros bigotes estaban perfumados con sándalo, y, también, Antonia nos dejaba coger las rosas rojas de sus labios con un encanto a la vez tan sincero que no despertaba ningún tipo de celos. Alegre, se contemplaba luego en los espejos de la sala; cuando se volvía hacia nosotros, con aires de Cleopatra, era para verse en nuestros ojos.
En su joven seno había un medallón de oro mate, con sus iniciales en pedrería, sujeto con una cinta de terciopelo negro.
-¿Símbolo de luto? Ya no lo amas.
Y como la abrazaran, ella dijo:
-¡Vean!
Separó con sus finas uñas el cierre de la misteriosa joya: el medallón se abrió. Allí dormía una sombría flor de amor, un pensamiento, artísticamente trenzado con cabellos negros.
-¡Antonia!... según esto, ¿tu amante debe ser algún joven salvaje encadenado por tus malicias?
-¡Un cándido no daría, tan ingenuamente, semejantes muestras de ternura!
-¡No está bien mostrarlo en momentos de placer!
Antonia estalló en una carcajada tan primorosa, tan gozosa, que tuvo que beber, precipitadamente, entre sus violetas, para no ahogarse.
-¿No es necesario tener cabellos en un medallón?... ¿cómo testimonio?... -dijo ella.
-¡Naturalmente! ¡Sin duda!
-¡Ay! mis queridos amantes, tras haber consultado todos mis recuerdos, he escogido uno de mis rizos, y lo llevo... por espíritu de fidelidad