Un ataque obsceno de la RAE a elcastellano.org
Por Por José del Valle, profesor de Lingüística y de Literatura Hispánica y Luso-Brasileña en la City University of New York
Las lenguas son productos de la historia y despliegan su identidad siempre a trompicones, adheridas a una compleja red de prácticas culturales, sociales y, muy destacadamente, políticas. El hecho es que, dadas ciertas circunstancias, la interacción verbal cristaliza en un objeto que hemos dado en llamar lengua, es decir, en un signo que le da sentido a aquellas prácticas (como sistema de comunicación, fuente de identidad, valor económico, etc.). Las lenguas pueden ser pensadas también como artefactos cuyo valor y utilidad está permanentemente en disputa, es decir, son objeto de querellas que se libran en la esfera pública por medio de una incesante negociación cuyo carácter ¿más o menos inclusivo, más o menos abierto? resulta con frecuencia revelador de las credenciales democráticas de la comunidad involucrada. Como artefactos que son, están hechas por el ser humano y llevan inscritas las marcas de las culturas que las produjeron y que las siguen reutilizando bajo nuevas condiciones. En tanto que signos, unen defectuosamente un significante y un significado, crean una unión resbaladiza que se abre a interpretaciones varias y se presta a formar parte de narrativas diversas.
El castellano o español exhibe descaradamente en esa misma vacilación nominal su condición de lengua disputada. Si agentes de la historia ibérica se han resistido y se resisten a dejarla alcanzar de manera cómoda e indiscutible la condición de lengua nacional de España, los agentes de la historia hispánica exigen también participar en la determinación de su significado transnacional. Bien conocidas son las enérgicas acciones glotopolíticas iniciadas por sucesivos gobiernos españoles desde principios de los años noventa.
Con la creación del Instituto Cervantes, asociado al Ministerio de Asuntos Exteriores, se apostaba por la comercialización del idioma en los mercados lingüísticos internacionales y por su vinculación a los intereses de la diplomacia cultural. Y con la dinamización de la Real Academia Española en el mismo periodo, no sólo se trataba de organizar un soporte técnico con prestigio histórico para el proyecto lingüístico-mercantil, sino que se preparaba la consolidación de un dispositivo institucional que sirviera de base a la reactivación actual del ya antiguo movimiento panhispanista. La RAE fortalecía la red de academias correspondientes, apostaba por desarrollar los proyectos normativos mancomunadamente y declaraba abrazar ahora una norma policéntrica en la que las variedades de América valen tanto como las peninsulares. La acción (no en menor medida inspirada en el imperialismo lingüístico anglosajón y francés) aspiraba a crear una imagen de armonía, a atar significante y significados en una relación de hermandad panhispánica superadora de diferencias; de diferencias, claro, que pudieran entorpecer los intereses de las corporaciones españolas y sus aliados latinoamericanos.
En tal contexto, proliferaban eslóganes delirantes que variaban desde el más ininteligible misticismo lingüístico ("la lengua nos hace patria común en una concordia superior") y la más rotunda sandez racista y neoimperial ("hay que desindianizar al indio […] el camino hacia la libertad pasa por la hispanización") hasta la más repudiable y obscena profilaxis de la historia ("nunca fue la nuestra lengua de imposición sino de encuentro; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos, por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes"). Y así, mientras las corporaciones y diplomacia españolas pactaban con empresarios y políticos latinoamericanos (entre otras cosas, la dilapidación del patrimonio público), la RAE se aseguraba la complicidad de las academias americanas de la lengua, y el Instituto Cervantes se aprestaba a conquistar el mundo en alianza global con sectores de la intelectualidad latinoamericana que, por ejemplo, asumían como propios los exámenes de acreditación del instituto español y acudían dócilmente a los Congresos Internacionales de la Lengua Española (los famosos CILEs) participando tan panchos del sabroso cambalache que, en torno a la lengua (castellana o española), se les ofrecía.
Sin embargo, como apuntábamos arriba, la naturaleza del signo es resbaladiza. Al tiempo que se emprendían estas iniciativas que ambicionaban controlar la comercialización y valor simbólico del idioma, surgían otras desde fuera de aquellas instituciones, desde lugares insospechados, a través de individuos y colectivos que asumían la responsabilidad de participar en sus propios términos de la gestión de la lengua compartida. Esto es lo que hizo precisamente un tal Ricardo Soca desde una pequeña pieza en Montevideo, impulsado por una afición superior por la artesanía lingüística y armado de diccionarios.
Fundó la página elcastellano.org y, desde ella, ganó miles de seguidores. En un momento dado, empezó a elaborar una tabla comparativa de la vigésima segunda y vigésima tercera ediciones del Diccionario de la RAE. El resultado fue el que fue: un ataque obsceno de la RAE por medio de sus matones corporativos. Obsceno, decimos, en el sentido etimológico, es decir, excesivamente obvio. Porque si, por un lado, este episodio resulta ¿al margen de la legalidad del asunto? éticamente lamentable, por otro, nos revela de manera incuestionable la grosera intención política del proyecto panhispánico de la RAE, la ambición de control absoluto del mercado de la lengua, la condición radicalmente antidemocrática del dispositivo académico y la complicidad, grabada en el silencio servil, tanto de las cabeceras mediáticas españolas como de académicos e intelectuales latinoamericanos que se suman al cambalache.
El castellano o español exhibe descaradamente en esa misma vacilación nominal su condición de lengua disputada. Si agentes de la historia ibérica se han resistido y se resisten a dejarla alcanzar de manera cómoda e indiscutible la condición de lengua nacional de España, los agentes de la historia hispánica exigen también participar en la determinación de su significado transnacional. Bien conocidas son las enérgicas acciones glotopolíticas iniciadas por sucesivos gobiernos españoles desde principios de los años noventa.
Con la creación del Instituto Cervantes, asociado al Ministerio de Asuntos Exteriores, se apostaba por la comercialización del idioma en los mercados lingüísticos internacionales y por su vinculación a los intereses de la diplomacia cultural. Y con la dinamización de la Real Academia Española en el mismo periodo, no sólo se trataba de organizar un soporte técnico con prestigio histórico para el proyecto lingüístico-mercantil, sino que se preparaba la consolidación de un dispositivo institucional que sirviera de base a la reactivación actual del ya antiguo movimiento panhispanista. La RAE fortalecía la red de academias correspondientes, apostaba por desarrollar los proyectos normativos mancomunadamente y declaraba abrazar ahora una norma policéntrica en la que las variedades de América valen tanto como las peninsulares. La acción (no en menor medida inspirada en el imperialismo lingüístico anglosajón y francés) aspiraba a crear una imagen de armonía, a atar significante y significados en una relación de hermandad panhispánica superadora de diferencias; de diferencias, claro, que pudieran entorpecer los intereses de las corporaciones españolas y sus aliados latinoamericanos.
En tal contexto, proliferaban eslóganes delirantes que variaban desde el más ininteligible misticismo lingüístico ("la lengua nos hace patria común en una concordia superior") y la más rotunda sandez racista y neoimperial ("hay que desindianizar al indio […] el camino hacia la libertad pasa por la hispanización") hasta la más repudiable y obscena profilaxis de la historia ("nunca fue la nuestra lengua de imposición sino de encuentro; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos, por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes"). Y así, mientras las corporaciones y diplomacia españolas pactaban con empresarios y políticos latinoamericanos (entre otras cosas, la dilapidación del patrimonio público), la RAE se aseguraba la complicidad de las academias americanas de la lengua, y el Instituto Cervantes se aprestaba a conquistar el mundo en alianza global con sectores de la intelectualidad latinoamericana que, por ejemplo, asumían como propios los exámenes de acreditación del instituto español y acudían dócilmente a los Congresos Internacionales de la Lengua Española (los famosos CILEs) participando tan panchos del sabroso cambalache que, en torno a la lengua (castellana o española), se les ofrecía.
Sin embargo, como apuntábamos arriba, la naturaleza del signo es resbaladiza. Al tiempo que se emprendían estas iniciativas que ambicionaban controlar la comercialización y valor simbólico del idioma, surgían otras desde fuera de aquellas instituciones, desde lugares insospechados, a través de individuos y colectivos que asumían la responsabilidad de participar en sus propios términos de la gestión de la lengua compartida. Esto es lo que hizo precisamente un tal Ricardo Soca desde una pequeña pieza en Montevideo, impulsado por una afición superior por la artesanía lingüística y armado de diccionarios.
Fundó la página elcastellano.org y, desde ella, ganó miles de seguidores. En un momento dado, empezó a elaborar una tabla comparativa de la vigésima segunda y vigésima tercera ediciones del Diccionario de la RAE. El resultado fue el que fue: un ataque obsceno de la RAE por medio de sus matones corporativos. Obsceno, decimos, en el sentido etimológico, es decir, excesivamente obvio. Porque si, por un lado, este episodio resulta ¿al margen de la legalidad del asunto? éticamente lamentable, por otro, nos revela de manera incuestionable la grosera intención política del proyecto panhispánico de la RAE, la ambición de control absoluto del mercado de la lengua, la condición radicalmente antidemocrática del dispositivo académico y la complicidad, grabada en el silencio servil, tanto de las cabeceras mediáticas españolas como de académicos e intelectuales latinoamericanos que se suman al cambalache.
Fuente: www.elcastellano.org